El mes pasado, Scientific American informaba de una noticia de esas que, a pesar de su trascendencia, no reciben una excesiva atención por parte de los medios y del público en general: en los Estados Unidos está a punto de ser aprobada una normativa según la cual los experimentos científicos realizados con cefalópodos (pulpos, calamares, sepias… hay más de 800 especies) deberán obtener el visto bueno de un comité ético que garantice que no se les someterá a sufrimientos innecesarios. Exactamente igual que viene haciéndose desde hace ya tiempo con los experimentos en los que intervienen simios.
De aprobarse esta normativa, sería un reconocimiento de facto del elevado nivel cognitivo de los pulpos y de sus parientes tentaculados, de que no solo son seres inteligentes, sino que también poseen algo parecido a lo que nosotros llamamos sentimientos. Fue a principios de septiembre cuando el Instituto Nacional de la Salud (NIH) estadounidense solicitó documentación científica que apoye la mencionada propuesta. Tal y como indican en su página web, “existe una cada vez mayor evidencia documental que demuestra que los cefalópodos poseen muchos de los requisitos biológicos para la percepción del dolor, tales como los nociceptores y un sistema nervioso centralizado”. Esto no es, en sí mismo nada excepcional, pero es que los pulpos y demás familia poseen además una serie de habilidades cognitivas que los hacen notables y los sitúan entre los animales más inteligentes. El comunicado del NIH continúa: “se ha demostrado que los cefalópodos disponen de una capacidad de aprendizaje adaptativa, modifican su comportamiento en respuesta a los estímulos nocivos —aquellos capaces de provocar dolor— y muestran una reacción a los anestésicos muy similar a la de los mamíferos”. En la práctica, en los Estados Unidos, es el Servicio Público de Salud (PHS) quién establece la líneas que deben guiar el uso experimental de animales y se asegura de que cualquier proyecto que desee recibir subvenciones federales, se ajuste a sus protocolos y obtenga la aprobación de los comités éticos de sus propias instituciones.
La iniciativa ha sido recibida con alegría por las numerosas organizaciones que en ese país luchan porque los animales —sean de la especie que sean— reciban un tratamiento, digamos, lo más humanitario posible. Sin embargo, para centrarnos en los pulpos que es con quienes hemos empezado este artículo, hay que decir que se trata de la especie que, probablemente y tras los mencionados simios, está recibiendo más atención en los últimos tiempos. En Europa, hace casi diez años que la Asociation for Cephalopod Research (CephRes), junto con FELASA y Boyd Group, elaboró un documento que establece las pautas maestras para el “cuidado y bienestar en la investigación” de los cefalópodos, documento al que la propia NIH hace referencia en su comunicado.
Sin embargo, la realidad es que todo esto son, en gran medida, buenas intenciones y existen tres poderosas razones para que así sea. La primera es que todavía es mucho lo que se desconoce sobre los pulpos, sobre su comportamiento, hasta dónde llega su grado de inteligencia (sea eso lo que sea) y sobre cómo reacciona su organismo ante la miríada de medicamentos y sustancias diversas que se acostumbra a suministrar a los animales de laboratorio. Por ejemplo, los investigadores saben que los ratones responden bien a las drogas opioides supresoras del dolor, pero nadie sabe con certeza si los receptores del dolor en los cefalópodos lo harán en la misma manera. “Y sin entender esto”, dice Robyn Crook, bióloga marina de la Universidad de San Francisco, “es difícil saber si un anestésico ha amortiguado el dolor del animal o simplemente le ha relajado muscularmente, impidiéndole alejarse cuando lo pinchamos”.
La segunda razón es su extraño aspecto. Mientras que los simios y los seres humanos somos bastante parecidos, morfológica y genéticamente hablando, los pulpos no podrían ser más diferentes: tienen tres corazones, ocho tentáculos y se comunican por medio de cromatóforos, células pigmentadas que cambian de color. Su inteligencia es algo innegable: son capaces de resolver problemas gracias a un altamente complejo sistema nervioso y a una excelente memoria a corto y largo plazo. Sin embargo, la suya es un tipo de inteligencia que nos resulta difícil evaluar pues difiere en gran medida de la nuestra, de la de los simios o incluso de la de cualquier otro mamífero y ello es debido a que no son animales sociales. De hecho, ni siquiera tienen la más mínima relación con sus padres, así que todo lo que un pulpo adulto sabe lo ha aprendido por su cuenta, extrayendo conclusiones de la experiencia acumulada a lo largo de su vida. Es complicado imaginar cómo piensa un ser semejante. Nos resultan tan extraños y a la vez tan fascinantes, que el pulpo es el animal en el que más a menudo pensamos cuando intentamos imaginar cómo de diferente podría ser la vida extraterrestre. Los científicos creen que el antepasado común entre nosotros y ellos se remonta tan atrás en el árbol evolutivo —hace más de 600 millones de años— que pudo ser algo parecido a un gusano. Así de distintos somos.
Por consiguiente, los investigadores siguen intentando averiguar todo lo posible acerca de estos inteligentes animales, para poder protegerlos mejor o, al menos, dañarlos lo menos posible. En los Estados Unidos miran hacia Europa e intentan seguir los pasos de lo que se viene haciendo en el Reino Unido, Suiza, Noruega o Italia. En este último país, el biólogo marino Graziano Fiorito, del Anton Dohrn Zoological Sation, en Nápoles, dirige un equipo internacional de científicos que trabaja en la elaboración de una serie de recomendaciones para el cuidado y mantenimiento del entorno de estos animales mientras sean utilizados en investigaciones científicas, recomendaciones que, si todo va bien, serán adoptadas en forma de ley por la Comisión Europea.
Pero, mientras tanto, en España, la industria alimentaria va exactamente en la dirección contraria. Este mismo año, la BBC hacía público un informe sobre el plan para “construir la primera granja de pulpos del mundo” —algo de lo que ya venía informando la prensa local desde hacía algún tiempo—, un proyecto que prevé criar de forma masiva a estos animales, como ya se hace con otras especies. Esta granja, de la empresa Nueva Pescanova, estará ubicada en Gran Canaria, concretamente en el Puerto de Las Palmas, dará empleo a 100 personas y calcula que producirá 3.000 toneladas anuales de pulpo. Y es que, si hay un manjar que complace a la gran mayoría de los paladares de este país, ese es el pulpo cocinado de mil y una manera, a cuál más apetitosa. Y este es, dicho sin ambages, el tercero de los problemas a los que se enfrentan los intentos de proteger a esta especie: que son, para los humanos, un alimento muy apreciado. Por eso, todo el mundo habla de un dilema ético y las organizaciones ecologistas han hecho un llamamiento a las instituciones para que no autoricen esta factoría, alegando “la enorme inteligencia de estos animales y su potente capacidad de sentir”.
Este es un dilema que nos afecta también a nosotros, los ciudadanos de a pie, aunque sea en menor medida, porque es evidente que si la demanda de la carne de pulpo descendiese de forma notable, esta factoría y otras similares nunca llegarían a ponerse en funcionamiento. Así que, podríamos decir que, en cierta manera, la pelota está también en nuestro tejado y tal vez deberíamos leer, informarnos y, a partir de ahí, decidir a quién escuchamos, si a nuestro estómago o a nuestra conciencia.
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Este artículo nos lo envía Juan F. Trillo, Filólogo, lingüista y escritor decidido a hacer buen uso de las apasionantes posibilidades narrativas que ofrece el mundo científico. Puedes visitar su página web personal: Si un león hablase…
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