Durante 2013 estamos celebrando el sexagésimo aniversario del annus mirabilis en el que se produjeron tres hitos científicos con los cuales se inició la era de la biología molecular. Como es ampliamente conocido, en 1953 J.D. Watson y F.H.C. Crick publicaron la estructura en doble hélice del ADN, en base a los datos experimentales que habían obtenido otros investigadores entre los que destaca la gran química y cristalógrafa R.E. Franklin. Además, ese mismo año se publicó por F. Sanger y E.O.P Thompson la primera secuencia de aminoácidos de una proteína, en concreto la insulina bovina. Y el tercer fruto de la excelente cosecha del 53, a pesar de no haber sido galardonado con el Premio Nobel como los dos anteriores, fue un experimento que pronto se convertiría en uno de los más famosos y revolucionarios de la historia: el “experimento de Miller”.
Pero, ¿quién fue ese científico al que todos asociamos con el dibujo de un extraño conjunto de matraces y tubos de vidrio que aparecía en nuestros libros de texto? La respuesta rápida sería: uno de los químicos más relevantes del siglo XX. Stanley L. Miller nació en 1930 en Oakland, California, y tras manifestar una vocación temprana por la ciencia se licenció en Química por la Universidad de Berkekey en 1951. En septiembre de ese mismo año comenzó su doctorado en la Universidad de Chicago, y durante varios meses estuvo buscando un director de tesis para iniciar su carrera investigadora.
Dado que en principio la ciencia experimental le parecía demasiado laboriosa, comenzó trabajando con el prestigioso físico teórico Edward Teller sobre los modelos de síntesis de elementos en las estrellas. Pero durante ese tiempo asistió a un seminario sobre el origen de la Tierra y la atmósfera primitiva de nuestro planeta, impartido por el Premio Nobel Harold C. Urey, y lo que escuchó le llevó a dar un giro a su vida profesional. Así, en septiembre de 1952 Miller decidió cambiar su tema de tesis, y tuvo la osadía de proponer a Urey la realización en su laboratorio de un experimento radicalmente distinto a todos los que se habían llevado a cabo hasta entonces.
Como el joven licenciado dijo al eminente geoquímico, si tal experimento era exitoso serviría para corroborar las hipótesis del propio Urey, que a su vez estaban basadas en la ideas de Aleksandr I. Oparin sobre el origen de la vida en una atmósfera compuesta por gases fuertemente reductores derivados del vulcanismo. El experimento propuesto consistía en mezclar los gases que se consideraban presentes en la atmósfera terrestre primitiva –metano, amoníaco, hidrógeno y vapor de agua–, y comprobar si al reaccionar entre sí podrían producir compuestos orgánicos fundamentales para la vida. Para ello se debía trabajar en ausencia de oxígeno, y lógicamente el experimento tenía que llevarse a cabo en condiciones abióticas, excluyendo la participación de cualquier agente o actividad biológica durante el proceso. Por tanto, era necesario esterilizar todo el material que se iba a utilizar. Además, se requería una fuente de energía que simulara los aportes energéticos que existieron en nuestro convulso planeta antes de la aparición de la vida. Pero el estudiante al que meses antes no parecían interesarle los experimentos estaba dispuesto incluso a fabricar todos los aparatos necesarios para probar su hipótesis.
Llevado por su intuición y agudeza intelectual –y también por su insistencia, como él mismo reconocería después– Miller logró convencer al reticente Urey y logró un espacio en el sótano de la facultad para realizar el experimento que proponía. Diseñó un dispositivo cerrado de vidrio que incluía un matraz en el que se pondría a hervir agua, un tubo por el que entrarían los otros tres gases y otro matraz de reacción más grande en el que estaban instalados dos electrodos de tungsteno. Bajo este matraz, un condensador permitiría enfriar y licuar las sustancias producidas, formando con ellas un pequeño “océano primitivo” en equilibrio con su “atmósfera”.
Para sorpresa y satisfacción del director de tesis, pocos días después de comenzar las descargas eléctricas ya se había formado materia orgánica que teñía de color marrón las paredes internas del matraz de reacción. Al analizar esa sustancia se comprobó que no contenía una mezcla aleatoria de compuestos, sino un conjunto limitado de moléculas que están presentes en todos los seres vivos: glicina y otros aminoácidos de los que constituyen las proteínas, algunos hidroxiácidos, urea y otras biomoléculas. Los resultados de ese revolucionario experimento fueron publicados en la revista Science el 15 de mayo de 1953, en un breve artículo que Urey –en un gesto de honestidad y generosidad no muy frecuente en el ámbito científico– prefirió no firmar para no restar mérito a su joven estudiante.
El éxito del experimento hizo que el propio Miller realizara diversas variantes del mismo en las que modificó la composición gaseosa de la mezcla de reacción, la fuente de energía y otros parámetros experimentales. Uno de los cambios más fructíferos consistió en sustituir el hidrógeno por nitrógeno, con lo que además de otras biomoléculas consiguió producir 13 de los 20 aminoácidos presentes en las proteínas, formando una “sopa prebiótica” –acertada metáfora que había sido acuñada por Oparin– cada vez más rica en ingredientes.
En cuanto a la fuente de energía, aunque se sospechaba que en la Tierra primitiva los principales aportes energéticos habrían provenido de la radiación ultravioleta y los impactos meteoríticos, Miller utilizó fundamentalmente descargas eléctricas. El motivo era la relativa facilidad de producción de chispas en el laboratorio –inicialmente, mediante un generador de 60.000 V–, y también porque a diferencia de la radiación UV o del calentamiento de la mezcla de reacción, las descargas eléctricas son muy eficientes en la síntesis de cianuro de hidrógeno, una molécula que actúa como intermediario central en la síntesis de distintas moléculas. En efecto, el HCN –curiosamente, un veneno para nosotros– se requiere para sintetizar los aminoácidos y también las bases nitrogenadas de los nucleótidos que forman el ADN y el ARN, como demostraría en 1961 el bioquímico español Joan Oró. Así, la rápida fama que alcanzó Miller a nivel mundial se asoció con ese sugerente concepto de “la chispa de la vida”. Además, en el imaginario colectivo la relación entre la electricidad y la vida recordaba al Frankenstein de Mary W. Shelley, sobrecogedora novela de 1818 que había sido llevada al cine por primera vez en 1931. A todo ello contribuyeron, por cierto, muchas de las fotografías que diversos medios de comunicación hicieron a Miller junto a su matraz, con ese inquietante rostro y esas grandes gafas iluminados por los destellos del arco voltaico.
En el ámbito científico, el experimento de Miller sirvió para fundar una nueva disciplina experimental: la química prebiótica. A sus aportaciones se fueron sumando las de otros investigadores –como el mencionado Oró y varios más–, gracias a los cuales se demostró que los monómeros de los polímeros biológicos –proteínas, ácidos nucleicos, azúcares y lípidos complejos– pueden formarse por procesos puramente químicos a partir de moléculas sencillas, siempre que se disponga de una fuente de energía adecuada. En cualquier caso, la principal prueba a favor de los resultados de Miller no se produjo en ningún laboratorio: en esa época estaba llegando a nuestro planeta desde el espacio.
El 28 de septiembre de 1969 cayó cerca de Murchison, en Victoria, Australia, un meteorito formado hace 4.600 millones de años –durante el colapso de la nube molecular que originó el Sistema Solar– y perteneciente a la familia de las “contritas carbonáceas”. Cuando se analizó en detalle el meteorito Murchison se descubrió que su materia orgánica contenía, además de una matriz insoluble e hidrocarburos, una variada colección de biomoléculas. Entre ellas se encontraban, sorprendentemente, los aminoácidos y otros monómeros que Miller había sintetizado en sus experimentos en aquel sótano de la universidad de Chicago. Dado que las leyes de la física y la química son universales, parecía evidente que la evolución química que lleva de la materia inanimada a la viva es un fenómeno que se puede producir en distintos lugares del universo cuando las condiciones son propicias. Por tanto, hoy pensamos que las semillas de la vida pueden estar ampliamente distribuidas en torno a las aproximadamente 1022 estrellas que tal vez existan en el cosmos.
Con ello, la pregunta que surge es trascendental: en el caso de la única vida que hasta ahora conocemos, la que comenzó a colonizar nuestro planeta hace aproximadamente 3.800 millones de años, ¿se originó aquí o llegó desde el espacio? Para ello hay que volver la vista a la composición de la atmósfera terrestre primitiva, una cuestión aún abierta que ha planeado sobre los hallazgos de los investigadores en química prebiótica durante más de medio siglo. Ya desde los primeros experimentos se comprobó que una atmósfera menos reductora que la supuesta por Urey –en concreto, con presencia de monóxido o dióxido de carbono– disminuía notablemente la cantidad y también el repertorio de biomoléculas producidas.
Precisamente tal atmósfera primitiva relativamente oxidante ha sido considerada más verosímil durante las últimas décadas, aunque recientemente los especialistas parecen inclinarse de nuevo por una atmósfera primitiva reductora, más favorable a los resultados de Miller, asociada a las zonas con erupciones volcánicas. Así, hoy en día se acepta que si la atmósfera de nuestro planeta era reductora hace unos 4.000 millones de años, lo más probable es que los aminoácidos y otros monómeros imprescindibles para la vida pudieron sintetizarse en la Tierra, mientras que si nuestra atmósfera era oxidante tal vez los principales ingredientes de la sopa tendrían “sabores exóticos” aportados por meteoritos y núcleos de cometas.
Investigaciones actualmente en curso en el ámbito de la química prebiótica han seguido probando diferentes composiciones gaseosas en “experimentos tipo Miller”. Parte de esas líneas de trabajo fueron desarrolladas por el propio Miller hasta su muerte en 2007, y de hecho hace tres años varios de sus colaboradores encontraron en su laboratorio unos viales “olvidados” que contenían la sustancia producida en uno de sus experimentos. El análisis de esa muestra mostró que se habían formado 22 aminoácidos, la mayor parte de los cuales no habían sido identificados en los experimentos originales. También se han probado distintos grados de acidez del agua utilizado en la reacción, o el aumento de rendimiento que se produce al introducir en el sistema tanto aerosoles como superficies minerales que favorecen la cinética de las reacciones biosintéticas.
Así, cada día es más evidente que los bloques o monómeros para la formación de los biopolímeros pudieron aparecer como resultado de reacciones químicas relativamente sencillas dentro o fuera de nuestro planeta. Además, claro está, durante las últimas décadas se han desarrollado otras líneas de investigación en el campo del origen de la vida sin relación directa con los planteamientos o la metodología de Miller, permitiendo explorar vías alternativas en la síntesis de monómeros –y también de polímeros– en condiciones prebióticas. A pesar de todo ello, desde tales biomoléculas hasta la vida, entendida como un sistema químico autorreplicativo que evoluciona al interaccionar con el ambiente, hay un largo y complejo camino que trasciende a los experimentos de química prebiótica convencionales. Hablaremos sobre ello en otra ocasión, y el lector interesado puede consultar un reciente artículo de revisión sobre el tema.
En cualquier caso, sesenta años después de su famoso experimento, la herencia de Miller va mucho más allá de sus resultados concretos. Así como en 1859 C.R. Darwin comenzó a preguntarse por el origen de la vida en el último párrafo de “El origen de las especies”, y en la década de 1920 A.I. Oparin y J.B.S. Haldane exploraron este tema desde el punto de vista teórico en sus libros y artículos, fue Miller quien demostró que el paso de la química a la biología es un problema abordable por la ciencia experimental.
Todos los que actualmente investigamos en nuestros laboratorios sobre distintos aspectos relacionados con el origen de la vida, todos los que nos hemos preguntado alguna vez por las raíces inorgánicas de la biodiversidad que nos rodea, somos herederos de la obra de este químico revolucionario. El legado de Miller, como el de todos los grandes científicos, no consiste sólo en las respuestas que en su día encontró sino en las extraordinarias preguntas que fue capaz de plantear.
Este artículo nos lo envía Carlos Briones, gran amigo y colaborador de Naukas. Carlos es investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en el Centro de Astrobiología (CAB), centro mixto del CSIC y del Instituto Nacional de Tecnología Aeroespacial (INTA), asociado al NASA Astrobiology Institute (NAI).
Doctor en Ciencias Químicas (esp. Bioquímica y Biología Molecular) por la Universidad Autónoma de Madrid. Es Científico Titular del CSIC en el Dpto. de Evolución Molecular del Centro de Astrobiología (CSIC-INTA, asociado al NASA Astrobiology Institute), donde dirige un grupo que trabaja en los campos del origen de la vida, los virus con genoma de RNA y la bionanotecnología. Cuando su investigación le deja tiempo se entrega con pasión a la divulgación científica. Y desde que tiene (o no) uso de razón escribe poesía y relatos. Resultado: curiosidad por casi todo, muchos libros leídos, algunos escritos… y confianza en que la Tercera Cultura puede mejorar el mundo.