La Primera Directriz, un pulpo y el valor de la amistad

Por Colaborador Invitado, el 20 junio, 2023. Categoría(s): Biología • Ecología
Fotograma del documental «Lo que el pulpo me enseñó» (My octopus teacher)

Si ustedes, como yo, han venido siguiendo a lo largo del tiempo las peripecias del capitán Kirk, del señor Spock y del resto de los tripulantes de la nave Enterprise, entonces estarán familiarizados con lo que en la serie Star Trek llaman “La Primera Directriz”. Se trata, en realidad, de una regla ficticia, un recurso argumental que ayuda a los guionistas a desarrollar las tramas narrativas, pero que resulta tan convincente que ha terminado trascendiendo el mundo de ficción y es sopesado hoy en día como una norma que tal vez —en un mundo ideal— debería regular las relaciones entre civilizaciones muy distantes tecnológicamente. Esta ley viene a decir que ningún miembro de la flota espacial debe entrar en contacto o interferir en el normal desarrollo de culturas mucho menos evolucionadas, a las que se presuma incapaces de manejar los efectos de dicho contacto “con sabiduría suficiente” como para no dañarse a sí mismas.

En realidad, no es más que una derivación de una de las normas que regulan la observación científica naturalista, en la que los investigadores —etnólogos, antropólogos, sociólogos, lingüistas…— se mantienen al margen del sujeto estudiado, sin interferir en los procesos que se consideran naturales. Que un guepardo mate a una gacela y se la coma, no es un acto ni bueno ni malo en sí mismo, sino que forma parte de los acontecimientos que tienen lugar habitualmente en el entorno en que ambos viven, más allá de las consideraciones morales propias de la sociedad humana. En general, el observador debe procurar utilizar métodos discretos para recoger su información, así como evitar el contacto directo con los individuos estudiados.

Por supuesto, lo contrario también es un método válido; el investigador entrevista a los sujetos (cuando son humanos), convive con ellos en su medio ambiente o, incluso, crea un entorno artificial y controlado en un laboratorio (en el caso de animales), lo que le permite jugar con una serie de variables difíciles de obtener en un entorno natural.

El problema está cuando el “investigador” permite que aparezcan vínculos emocionales entre él y el sujeto estudiado. Una situación así puede ser un auténtico quebradero de cabeza ético para un profesional y ya no digamos para un aficionado, como es el caso que hoy nos ocupa. Y no es que desarrollar lazos afectivos con individuos pertenecientes a otras culturas, entornos o especies tenga nada de malo, al contrario; puede ser muy enriquecedor para ambas partes. Pero una cosa o la otra: investigación o contacto humano. Soplar y sorber, no puede ser.

My Octopus Teacher (2020) es un film documental distribuido por la plataforma Netflix, que en nuestro país se estrenó con el título Lo que el pulpo me enseñó. Fue dirigido por Pippa Ehrlich y James Reed y sigue la narración del fotógrafo y documentalista sudafricano Craig Foster en la que describe la relación que estableció a lo largo de un año con un pulpo hembra en el medio ambiente en el que esta vivía, un remoto paraje costero en el Cabo Occidental, en Sudáfrica. De acuerdo a su propia narración, en aquellos momentos Foster pasaba por una profunda crisis personal y profesional y, en un momento dado, decidió salir regularmente a bucear con snorkel a las frías aguas del Atlántico, junto a su residencia. Buscaba, según sus palabras, volver a conectar con la Naturaleza y desde luego aquel lugar, de una enorme biodiversidad, es perfecto para ello. Allí, no tardó en encontrar un pulpo cuyo hábitat se circunscribía a los bosques de algas que crecían a escasa distancia de la orilla. Foster, fascinado por el cefalópodo, comenzó a visitarlo todos los días y, pronto, la precaución inicial del pulpo dejó paso a su curiosidad, se habituó a su visitante humano y permitió que se le aproximase.

Foster, más animado y probablemente viendo que allí había material que podría convertir más tarde en un documental, comenzó a filmarlo todo: el entorno, el pulpo y el contacto físico entre ambos. Porque llegó un momento en que humano y octópodo establecieron una relación cercana, que fascinaba al primero, excitaba el interés del segundo y se formaron vínculos que iban más allá de los encuentros casuales. El pulpo se acercaba y exploraba el cuerpo de su visitante, manteniendo el contacto físico, siempre de manera delicada, hasta que Foster tenía que subir a la superficie a respirar. El fotógrafo, por su parte, no tardó en darse cuenta del elevado nivel de inteligencia del pulpo, algo, por otro lado, que ha sido de sobra verificado por numerosos estudios científicos.

Cada día, el pulpo esperaba la visita del humano y lo recibía con lo que, a juzgar por las imágenes, bien podrían considerarse muestras de afecto. Esto último es algo que resulta difícil de evaluar, dado que los cefalópodos carecen de rostro y que su morfología es completamente diferente de la nuestra. No tenemos problemas para identificar este comportamiento en un perro, un simio, un lobo o incluso un león, pero cuando se trata de una bolsa gelatinosa que cambia de color y con tentáculos en lugar de piernas o brazos, la cosa varía sustancialmente. Con eso y todo, teniendo en cuenta las mencionadas imágenes y el testimonio de Foster —unidos a la gran inteligencia del pulpo, antes mencionada— no parece arriesgado deducir que allí había un vínculo afectivo, lo que vulgarmente llamamos “amistad”. Por otro lado, para Foster la relación que se estableció fue significativa sin lugar a dudas, pues tal y como asegura en el documental: “Cuando tienes este tipo de conexión con un animal y vives este tipo de experiencias es alucinante”. No es una forma de decirlo muy científica, pero ya nos hacemos una idea.

Sin embargo, aquí es donde la cosa se complica, porque un buen día, hicieron su aparición por el lugar un grupo de peces gato (Poroderma africanum), una variante de la pintarroja o pequeños escualos. Estos peces con conocidos en esa región como pyjama sharks, miden entre 70 y 90 centímetros de longitud y son completamente inofensivos para los humanos, si bien incluyen a los cefalópodos en su dieta. Uno de los peces gato no tardó en descubrir al pulpo, comenzó a hostigarle. El pulpo intentó ocultarse en el interior de una grieta, pero no pudo evitar que el pez gato hiciese presa en uno de sus tentáculos. El depredador giró, como suelen hacer los cocodrilos, se lo arrancó de cuajo y satisfecho con su bocado del día, se alejó, dejando al maltrecho pulpo intentando rehacerse y regresar a su guarida habitual. Todo esto, por supuesto, en presencia de Craig Foster, que, sobrecogido, lo filmaba todo.

Sobrecogido, pero nada más; Foster no movió ni un dedo para ayudar a quien está claro que se había convertido en su amigo. En el documental, asegura que en esa situación: “El primer instinto es espantar a los depredadores. Pero luego entiendes que estarías interfiriendo en el proceso del bosque [de algas]”. Sin embargo, para el espectador es evidente que, a esas alturas, lo de “no interferir” ya quedaba bastante atrás; como suele decirse, era un barco que había zarpado hacía mucho tiempo. Desde el primer momento, Foster se mostró abiertamente, entró con frecuencia en contacto físico con el pulpo, e incluso fueron numerosas las ocasiones en las que este manipulaba la cámara. Si eso no es “interferir”, no sé lo que es. El pulpo llegó a reconocer y a confiar en su visitante, le permitió acceder a su entorno y, muy probablemente, a su manera, llegase a desarrollar un sentimiento similar a lo que nosotros llamamos “amistad”. La pretensión de mantener algo parecido a una “distancia científica”, por tanto, se había esfumado hacía mucho. Y como decíamos más arriba, no hay ningún problema en entablar una relación amistosa con un ser de otra especie, siempre y cuando nos atengamos a las reglas del juego, porque a un amigo —aunque sea uno con tentáculos y piel de colores— no se le abandona en los momentos difíciles alegando que no podemos interferir. En el peor de los casos, podríamos decir que Foster había domesticado al pulpo, pero entonces, tal y como nos recuerda Saint-Exupéry en El Principito­, debería haberse hecho responsable de su bienestar. Al no hacerlo así, nos hizo quedar mal a toda la especie humana.

Tras pasar algún tiempo muy débil —sobre todo teniendo en cuenta que estos animales tienen buena parte de sus neuronas en los tentáculos—, el pulpo se repuso, regeneró el miembro perdido y continuó con su vida. Incluso sobrevivió a un nuevo ataque de otro pez gato (en el que Foster, por cierto, tampoco hizo nada para ayudarlo).

No es fácil saber con seguridad por qué, en realidad, Foster no intervino cuando el pulpo lo necesitaba, pero mi hipótesis es que, simplemente, se asustó. Como hemos dicho, los peces gato nunca atacan a las personas, pero observarlos a escasa distancia, en la violencia del momento de la caza, ha de causar una cierta impresión, sobre todo teniendo en cuenta que, hasta entonces, las inmersiones y la relación con los habitantes del bosque de algas había sido idílica. Luego, para suavizar las cosas y “salvar la cara” del protagonista, en el montaje del film, los directores se cuidan de incluir una escena en la que Foster, al día siguiente, explica que “Me sentí muy vulnerable, como si lo que le había pasado a ella [al pulpo] me hubiese pasado a mí de algún modo… sentí que yo también había pasado psicológicamente por un desmembramiento”. Es decir, que él también fue una víctima. Debe ser muy duro ver cómo a tu amigo le arrancan un brazo y casi se lo comen, sin que tú hagas nada por ayudarlo. Tal vez debería haber ido a terapia.

Sin embargo, y a pesar de lo mencionado, la reacción unánimemente positiva que Lo que el pulpo me enseñó recibió en su momento —93% de aprobación en Rotten Tomatoes, un Oscar al Mejor Documental y 19 premios más—, es un buen indicador de hasta qué punto vivimos en una época de confusión ética, una época en la que se valora por encima de todo la apariencia de empatía y el “buen rollo” irreflexivo. En este caso, el tono sentimentaloide, acompañado de una fotografía preciosista, que prevalece a lo largo de la hora y media que dura el documental obtiene de inmediato la complicidad de los espectadores. Los realizadores juegan con todos los recursos cinematográficos para provocar la apropiada respuesta anímica al otro lado de la pantalla, desde las escenas a cámara lenta con la voz del narrador en off hablando de sus emociones, hasta los planos de atardeceres tormentosos sobre el agitado mar Atlántico, pasando por primeros planos de Foster embargado por la emoción al recordar aquellos terribles momentos, y todo ello acompañado de una banda sonora en la que abundan los violines. En conjunto, Lo que el pulpo me enseñó muestra que estamos dispuestos a tragarnos mensajes seudocientíficos emponzoñados siempre y cuando nos los presenten en el interior de un envoltorio emocional y estéticamente atractivo.

Foster actuó mal. Ni él era un naturalista ni lo que él hacía era una investigación científica. El pulpo era un ser vivo inteligente, con el cual había establecido una relación cercana, que confiaba en él y al que debió haber ayudado cuando se encontraba en apuros. Ni se hubiese producido un desastre ecológico ni se hubiese alterado el ecosistema. Actuó mal y, muy probablemente, era consciente de ello, por eso se sacó de la manga esa Primera Directriz naturalista de pacotilla y por eso se cuidó mucho de ofrecer luego un aspecto adecuadamente compungido.

Los casos de empatía interespecies no son infrecuentes, siendo los ejemplos más conocidos —aunque no los únicos— aquellos en los que los delfines ayudan a seres humanos o los protegen de agresiones de tiburones. Así que resulta un poco humillante que otras especies muestren un comportamiento más “humanitario” que nosotros mismos. La interacción que mantenemos hoy en día con el resto de los seres vivos con quienes compartimos hábitat es delicada. La relación de poder se inclina a nuestro favor de manera desproporcionada y deberíamos ser extremadamente cuidadosos para no dañarlos innecesariamente (y aquí sí que se aplicaría la no intervención) y para protegerlos cuando las circunstancias así lo requieran. Más aún en aquellos casos en los que establezcamos vínculos afectivos con ellos. Porque para eso están los amigos.

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Este artículo nos lo envía Juan F. Trillo, Filólogo, lingüista y escritor decidido a hacer buen uso de las apasionantes posibilidades narrativas que ofrece el mundo científico. Puedes visitar su página web personal: Si un león hablase



Por Colaborador Invitado, publicado el 20 junio, 2023
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