Nuestro colaborador Carlos Briones resume los avances recientes en el campo de la biología sintética, y reflexiona sobre si con ellos ya podemos decir que se ha creado vida artificial.
“Científicos norteamericanos crean vida artificial”. “Comienza la era de la vida artificial”. “La vida artificial ya está aquí”. Con titulares tan grandilocuentes como éstos, varios medios de comunicación de nuestro país sorprendían a la opinión pública el 27 de marzo de este año. En esta tentación cayeron tanto algunos periódicos de gran tirada como un buen número de canales de televisión, emisoras de radio y portales de internet.
No todos, afortunadamente, como fue el caso de Materia o de Next. Pero el incendio se había iniciado y tenía varios frentes. De hecho, la propia revista Science, en la que se había publicado el trabajo del que hablaban todos los medios, lo había calificado como “el monte Everest de la biología sintética”.
Lógicamente, una oleada de comentarios de todo tipo inundó los informativos y las redes sociales. En ellos se mezclaban la sorpresa, el miedo y la esperanza. Así, se estaba poniendo de manifiesto cómo suele funcionar en nuestro país el binomio de la comunicación científica en ocasiones como ésta. Por un lado, somos parte de una ciudadanía que posee (nuestros gobernantes presentes y pasados sabrán por qué) una cultura científica muy escasa, lo que impide reaccionar con criterio propio ante la información que nos llega (y además prepara un excelente caldo de cultivo para la propagación de creencias irracionales y maguferías de toda índole, como es sabido). Por otro lado está la urgencia de algunos medios por generar titulares espectaculares… sin permitir que la realidad se los estropee, claro está. Ante el debate sobre lo que es o no es una noticia, parece claro que la creación de vida artificial (significara esto lo que significara, como veremos) sí era una noticia. O, quizá, la noticia.
Pasaron las horas, y tanto unos como otros fueron haciendo algo siempre aconsejable: leer el artículo original del que derivaban tales titulares, o al menos repasar los comentarios razonados de otros que sí lo habían leído, para ponerlo todo en el contexto adecuado. Con ello, la forma de enfocar esa información se fue matizando, relativizando, racionalizando. Empezaba a decirse que “se daba un paso de gigante hacia…”, o que “nos acercábamos a…”. Pero quizá, para el público general, con estos matices todo aquello dejaba de ser noticia. Ya ni siquiera daba miedo. De hecho, durante los días 28 y 29 de marzo este tema fue migrando de las primeras páginas a las secciones de ciencia. Y las emociones dieron paso a la reflexión. Como ejemplo, una semana después se utilizaba acertadamente como titular de una entrevista al último firmante del artículo su respuesta más realista y modesta: “Sólo estamos jugueteando con genomas”. Pero entonces, ¿qué era en realidad lo que se había publicado en Science?
Science, 27 de marzo de 2014
El artículo publicado en la versión electrónica de Science el 27 de marzo (y cinco días después en su edición impresa) estaba firmado por un equipo internacional liderado por Srinivasan Chandrasegaran (profesor de la Johns Hopkins University School of Public Health, Baltimore) y Jef D. Boeke (director del New York University Langone Medical Center). En él se describía un logro extraordinario de esa disciplina relativamente nueva conocida como biología sintética: ensamblar en el laboratorio un cromosoma completo de un organismo eucariótico (es decir con núcleo definido, a diferencia de las bacterias y las arqueas), la levadura Saccharomyces cerevisiae.
Este hongo unicelular es una de las especies tipo utilizadas desde hace décadas por los investigadores de todo el mundo, debido entre otros factores a que posee uno de los genomas eucarióticos más pequeños, con 12 millones de pares de nucleótidos (abreviado como pb, por “pares de bases nucleotídicas”) repartidos en 16 cromosomas (el nuestro, por ejemplo, tiene unos 3.300 millones de pb y 23 pares de cromosomas). Por ello, este fue el primer genoma eucariótico secuenciado en su totalidad, en 1996. Se han desarrollado muchas técnicas experimentales para manipular genéticamente S. cerevisiae, y hay miles de laboratorios en todo el mundo utilizando esta levadura con fines biotecnológicos. De hecho, los humanos nos hemos beneficiado de las capacidades metabólicas de esta especie y de otras levaduras relacionadas desde la antigüedad, ya que permiten la fermentación de tres alimentos esenciales para un adulto con amigos: la cerveza, el vino y el pan.
El trabajo ha sido titulado “Total synthesis of a functional designer eukaryotic chromosome” (una forma más descriptiva y menos espectacular que otro artículo del que hablaremos posteriormente). Está centrado en el cromosoma III de S. cerevisiae, una molécula de ADN lineal, de 316.617 pb de longitud. En él, mediante herramientas bioinformáticas se habían diseñado 500 mutaciones que no deberían impedir su funcionalidad pero sí permitir distinguirlo claramente de su equivalente natural. Algunos de esos cambios servían para activar o silenciar a voluntad ciertos genes funcionales contenidos en dicho cromosoma, y otros lo dejaban preparado para futuros cambios de mayor calado. Además, se habían eliminado (o “delecionado”) varias regiones del material genético, con lo que el cromosoma sintético (denominado SynIII) quedaba reducido a una longitud de 272.871 pb.
Una vez diseñado el cromosoma variante SynIII se procedió a sintetizarlo químicamente a partir de fragmentos cortos de ADN (denominados “oligonucleótidos”) con la secuencia correspondiente. En el ensamblaje de ese gigantesco puzzle participaron, a través del proyecto Build-a-genome, 60 estudiantes universitarios que no sólo tuvieron la suerte de colaborar en una investigación puntera sino que varios de ellos fueron reconocidos como coautores del trabajo.
Uno de los puntos más relevantes de esta investigación tiene que ver con las plasticidad de los genomas, pues sus autores demuestran que las células en cuyo núcleo habían sustituido el cromosoma III por el SynIII (como se ha indicado, bastante diferente del original) se comportan de manera casi idéntica a las levaduras naturales, aunque poseen ciertas funciones nuevas como la capacidad para crecer en algunos medios de cultivo diferentes.
Tal como se ha planteado el trabajo, la posibilidad de ensamblar cromosomas modificados de levadura permitirá alcanzar uno de los fines de la biología sintética: alterar los genomas y/o capacidades metabólicas de ciertos organismos con el fin de producir nuevos fármacos, biocombustibles o materias primas para obtener alimentos. Con ello, los autores destacan los potenciales beneficios de un avance tan espectacular como éste, sin que en teoría nadie pueda sentirse amenazado por un ser artificial creado en un laboratorio de investigación. De hecho esto es sólo el principio, pues un gran consorcio internacional ya está trabajando en la modificación y ensamblaje de los otros 15 cromosomas de esta levadura, con intención de disponer en cinco años del genoma completo en versión sintética. Para realzar su vertiente tecnológica, el proyecto ha sido bautizado con el significativo nombre de “Sc 2.0”.
Con todo, realmente en marzo estábamos ante un gran logro de la biología sintética que merecía ser publicado en las mejores revistas científicas. Pero, ¿se había creado vida?; ¿la vida artificial ya estaba aquí? Si partimos de la información genética previamente conocida de un microorganismo, realizamos cambios que intuimos cómo van a funcionar porque tal organismo es el más conocido (junto con la bacteria Escherichia coli) de todos los que habitan en este planeta, ensamblamos (empleando herramientas moleculares proporcionados por otros microorganismos) uno de sus cromosomas a partir de los fragmentos que contienen la información deseada… ¿realmente estamos creando algo nuevo o artificial? ¿Diseñar una variante alternativa del dibujo en la banda de rodadura de un neumático quiere decir que hemos inventado la rueda?
Tal pretensión (en esta ocasión, más de la revista que de los propios autores del artículo) no es nueva, sino que se inició hace dos décadas. De hecho, Chandrasegaran ha comentado que la inspiración para iniciar este trabajo partió de los avances logrados durante los últimos años por alguien fundamental en la investigación sobre biología sintética… y que también ha protagonizado varios “pasos de gigante hacia la vida artificial”: J. Craig Venter.
La sombra de Venter es alargada
J. Craig Venter es un investigador y empresario de éxito, que con frecuencia ha sorprendido a la comunidad científica con logros extraordinarios. Su salto a la fama se inició en el año 1998, cuando comenzó a liderar una iniciativa fundamental (a la par que muy polémica) durante la secuenciación del genoma humano. Han sido también importantes sus aportaciones a la metagenómica en los últimos años, y tiene el curioso honor de haber sido el primer individuo de nuestra especie cuyo genoma ha sido secuenciado por completo. ¿Casualidad? Realmente no, pues ese trabajo fue realizado precisamente en el J. Craig Venter Institute, fundado y dirigido por él en Rockville y La Jolla.
Pero lo que le dio un papel de pionero en la línea de investigación que estamos comentando fue la publicación en diciembre de 2003 del ensamblaje del genoma completo de un virus (el bacteriófago PhiX174) a partir de oligonucleótidos sintetizados en otro laboratorio, cuya secuencia correspondía a otros tantos fragmentos contiguos de la secuencia del genoma viral. Dicho genoma es una molécula de ADN de banda sencilla (en lugar de la habitual doble hélice) y circular, con 5.386 nucleótidos de longitud. La inserción de ese genoma ensamblado en células de E. coli, uno de sus hospedadores naturales, producía partículas virales infecciosas.
Empleando un método similar, en enero de 2008 el grupo de Venter logró otro éxito: sintetizar por primera vez un genoma celular. Se trataba del cromosoma de Mycoplasma genitalium, la bacteria de vida libre conocida que posee el genoma más corto: una molécula de ADN con unos 580.000 pb. Como en el caso anterior, estábamos ante un gran avance de la biotecnología y de la biología sintética, que también había sido posible gracias al conocimiento previo de la secuencia del genoma completo que se iba ensamblando in vitro.
El siguiente hito en este fructífero camino fue la publicación en Science, el 20 de mayo de 2010, de un artículo aún más impactante. La primera parte del trabajo consistió en la síntesis del genoma completo de la bacteria Mycoplasma mycoides, en esta ocasión realizando en levaduras el ensamblaje de los oligonucleótidos. En dicho genoma (una molécula circular de ADN de aproximadamente 1.080.000 pb) se insertaron algunas mutaciones que no afectaban a ninguno de los genes bacterianos, a modo de “código de barras” para distinguirlo del genoma natural. La segunda etapa del experimento supuso la inserción de ese genoma en una célula receptora de la especie Mycoplasma capricolum previamente desprovista de su material genético. La nueva célula quimérica era funcional, y estaba controlada por el único DNA presente en ella: el cromosoma sintético de M. mycoides. Con ello se demostraba que el genoma de una especie, previamente ensamblado fuera de ella, podía ser plenamente funcional en células de otra especie muy relacionada con la donante del material genético. En efecto, tras varias generaciones en la vida de estas bacterias quiméricas (a las que se denominó M. mycoides JCVI-syn1.0), el nuevo genoma había tomado el control y su expresión reemplazaba toda la maquinaria macromolecular que había estado previamente operando en el citoplasma de la célula receptora. Lo que por otra parte era esperable: el software manda.
Este artículo volvía a poner de manifiesto tanto la elegancia experimental de Venter como su enorme capacidad económica (se estima que el trabajo costó la asombrosa cifra de 40 millones de dólares). Su repercusión en los campos de la ingeniería genética y la biología sintética fue enorme, y distintas voces comenzaron a proponer a este científico pionero como un serio candidato al Premio Nobel, un galardón que quizá acabe consiguiendo. En paralelo, corrieron ríos de tinta y de bits sobre la posibilidad de que, con sus últimos trabajos, Venter hubiera creado vida artificial. De hecho, el título elegido por él para este artículo (que había causado gran extrañeza en el ámbito científico) era: “Creation of a bacterial cell controlled by a chemically synthesized genome”. La realidad era que en absoluto se estaba creando vida: como mucho, se estaba copiando. Además, lo copiado no era la vida, ni un ser vivo, ni una célula, sino un genoma. Y por otra parte no se puede denominar artificial a un proceso en el que (haciendo un símil con esos muebles suecos que nos rodean) tanto las piezas que hemos desembalado como el plano con las instrucciones de montaje y hasta los destornilladores… nos los ha proporcionado la naturaleza, son fruto de la evolución biológica. Dicho de otra forma, ¿por qué llamar creación de vida artificial al bricolaje, por muy habilidoso que sea quien lo practica?
Pero Venter mantiene que con este experimento “creó la primera especie auto-replicativa de este planeta cuyo progenitor no es otro ser vivo sino un ordenador”. Casi nada. Diciendo esto parece inapropiado lamentar después que el público tenga miedo a sus avances científicos. Como en esa época comentaba irónicamente Harold J. Morowitz (eminente biofísico de la Universidad George Mason en Virginia): “se ha sintetizado un genoma bacteriano y con ello se ha creado un miedo artificial”. En cualquier caso, los resultados publicados por Venter en la primera década del siglo (que han sido muchos más de los aquí reseñados) hacían presagiar que no tardaría mucho en lograrse el siguiente hito: ensamblar un cromosoma completo de un organismo eucariótico.
Y ese logro es el que ha publicado Science hace cuatro meses. Como hemos visto, el cromosoma SynIII de S. cerevisiae es tres veces más corto que el genoma de M. mycoides, pero a cambio la nueva aproximación ha incluido numerosos avances conceptuales y metodológicos respecto al trabajo previo con micoplasmas. Y también ha inaugurado una visión más humilde de la relación de los humanos con la biología, ya que Chandrasegaran ha comentado en varias ocasiones: “realmente estamos muy lejos de crear ninguna clase de vida artificial desde la nada”. De hecho, como ha subrayado Tom Ellis (del Imperial College de Londres), este último trabajo “ha servido para demostrar que puedes construir un cromosoma sin tener que ser alguien como Venter, con un instituto tuyo trabajando para ti”. Definitivamente, los dos líderes del consorcio que ha publicado sus resultados en marzo caen mejor en la comunidad científica que el primer humano que se secuenció su propio genoma.
Nature, 7 de mayo de 2014
El primer semestre de 2014 no sólo nos ha traído sobresaltos relacionados con el ensamblaje del primer cromosoma eucariótico. El 7 de mayo, la versión electrónica de la revista Nature publicaba un artículo revolucionario del grupo de Floyd E. Romesberg, investigador del Scripps Research Institute en La Jolla. En él se describe cómo dos nucleótidos diferentes de los cuatro que forman parte del ADN (abreviados, como ATP, CTP, GTP y TTP, por el símbolo de la base nucleotídica que contienen, junto con el azúcar desoxirribosa y tres grupos fosfato) pueden insertarse en los genomas y con ello ampliar el alfabeto de la vida de 4 a 6 letras. Esos dos nuevos nucleótidos se denominan abreviadamente dNaMTP y d5SICSTP, e incluyen dos bases nucleotídicas sintéticas (simbolizadas como X e Y) diferentes de las naturales. Ambas son complementarias entre sí, por lo que cuando una está frente a la otra en sendas cadenas del ADN, entre ellas se establece una interacción por puentes de hidrógeno (X-Y) como ocurre con las naturales (A-T y G-C). Este tercer par de letras se puede incorporar a una cadena de ADN, y en el artículo se demuestra insertándolo en un único punto dentro del plásmido pINF (una molécula de ADN circular de 2.686 pb) que fue posteriormente introducido en E. coli mediante técnicas convencionales de biología molecular.
Lo más interesante es que ese par X-Y no es reconocido como una anomalía genética por la propia “maquinaria de control” del ADN celular: por tanto no se corrige y se propaga de forma estable en la progenie de la bacteria. Eso sí, dado que las células no pueden sintetizar los dos nuevos nucleótidos, éstos siempre tienen que estar presentes en el medio de cultivo para que la bacteria los pueda tomar, gracias a la acción de una proteína transportadora específica que se ha insertado en su membrana. Tal aparente limitación se convierte en una ventaja desde el punto de vista de la bioseguridad, ya que estas “E. coli de seis letras” no pueden vivir fuera del laboratorio. Una vez que están en el interior celular tanto los nucleótidos como el molde ADN que contiene el par X-Y, éste no sólo puede replicarse sino también transcribirse a ARN (conteniendo únicamente sus cuatro ribonucleótidos naturales), y lógicamente los ribosomas pueden traducir dicho ARN a proteínas (utilizando los 20 aminoácidos naturales). Por el momento esta es la situación, pero quizá más adelante las modificaciones en la gramática de la vida puedan condicionar cambios en su semántica.
Este trabajo está basado en una tradición de tres décadas en el desarrollo de nucleótidos sintéticos que incorporan variantes de las bases nucleotídicas naturales. De hecho, el propio Romesberg ha dedicado los últimos 15 años a sintetizar y probar más de 300 nucleótidos artificiales. Pero el artículo de mayo va mucho más allá de la química sintética y plantea cuestiones básicas sobre cuáles son los límites en el número de nucleótidos que puede tener el ADN, por qué toda la vida está basada en sólo cuatro, y también sobre si serían viables moléculas de ARN o proteínas que incluyan versiones sintéticas de algunos de sus monómeros. Adicionalmente, es interesante investigar si (en un medio que contenga dNaMTP y d5SICSTP) las E. coli con alfabeto genético ampliado muestran mayor capacidad adaptativa frente a las naturales, o si por el contrario no sobrevivirían a una competición frente a ellas.
Por otro lado, este estudio abre la puerta a preguntas más “aplicadas” y de evidente relevancia económica. El propio Romesberg ha afirmado que a partir de lo ya publicado tienen previsto dirigir la evolución de las bacterias modificadas para obtener nuevos fármacos. En este sentido, un interrogante de gran calado es si se podrá patentar seres vivos cuyo genoma incluya estos u otros nucleótidos artificiales. El Tribunal Supremo de Estados Unidos sentenció en 2013 que “los productos de la naturaleza” no son patentables… pero ¿hasta qué punto es producto de la naturaleza una bacteria cuyo genoma incluye algún nucleótido sintético?
Por tanto, esta línea de investigación abre interesantes vías de investigación y de debate. Para lo que aquí nos ocupa, entre la mayoría de los investigadores una aproximación de este tipo resulta más cercana que el ensamblaje de genomas a algo parecido a la vida artificial. Pero, aun así, hasta ahora no se están proponiendo mecanismos radicalmente novedosos de almacenamiento de información genética en los seres vivos, sino un ajuste fino del sistema que la vida lleva utilizando desde su origen, y que se basa en el apareamiento por puentes de hidrógeno entre las bases nucleotídicas complementarias de los nucleótidos del ADN. Es decir, seguimos copiando… y no al compañero de al lado sino al maestro: la naturaleza.
¿Biología sintética o vida artificial?
El repaso de estos trabajos de investigación nos lleva a plantearnos si son equivalentes dos términos a veces usados indistintamente: biología sintética y creación de vida artificial. Una revisión reciente sobre la historia, motivación y variantes de la biología sintética ha sido publicada en Nature Reviews Microbiology y en el resumen que hizo Francis Villatoro poco después de aparecer este artículo. También se repasa este campo en una reseña sobre el libro “Regenesis: how synthetic biology will reinvent nature and ourselves”, de George M. Church y Ed Regis (2012), publicada el año pasado. Para los lectores más interesados, es recomendable el número especial que la revista Nature Methods ha dedicado a este tema hace dos meses, haciendo hincapié en las metodologías experimentales que se utilizan en la actualidad.
Por su parte, la creación de vida artificial supondría algo de lo que ya hemos hablado: el diseño y construcción de sistemas biológicos diferentes de los naturales por medio de una química o bioquímica alternativas. Su planteamiento tiene mucho que ver con la famosa frase de Richard Feynman en 1988: “lo que no puedo crear me resulta incomprensible”. Existe otra línea de investigación muy interdisciplinar nacida a finales del siglo pasado y también denominada Vida Artificial (VA), que combina los avances en computación, teoría de sistemas y robótica para proponer aproximaciones a los sistemas vivos pero mediante “organismos digitales” que no requieren un soporte bioquímico: de ella no trataremos en este texto, centrado en la dimensión biológica del tema.
Centrémonos en la biología sintética. Una de sus principales aplicaciones, derivada de cuatro décadas de investigación en ingeniería genética y de la creciente aportación de la biología de sistemas, consiste en la modificación de los genomas de ciertas especies (generalmente microbianas, pero también de plantas y animales) para alterar su funcionalidad natural o lograr actividades metabólicas concretas con aplicación en biomedicina, alimentación o medio ambiente. Así, por ejemplo, se obtienen microorganismos modificados que bio-sintetizan un nuevo antibiótico, ven incrementada su capacidad para bio-capturar dióxido de carbono, o degradan un compuesto tóxico y por tanto ayudan a bio-remediar entornos contaminados.
Otra de las líneas de trabajo más exploradas actualmente se centra en el diseño de circuitos genéticos en bacterias (y también en eucariotas) que permiten activar o reprimir la expresión de genes (dispuestos en construcciones o módulos que se suelen denominar “bioladrillos”) como si se tratara de componentes en un circuito electrónico, y lograr con ello que el sistema realice actividades funcionales útiles. Existen también líneas de trabajo alternativas que buscan la construcción de protocélulas artificiales ensamblando los tres subsistemas que forman los seres vivos (membrana, genoma y metabolismo) bien de dos en dos o bien los tres simultáneamente, aunque siempre partiendo de componentes moleculares que se toman prestados de E. coli u otras especies. Con todo, la biología sintética y sus derivaciones son una de las puntas de lanza en la ciencia del siglo XXI y hay cientos de investigadores en el mundo (incluyendo varios grupos relevantes en España) explorando sus enormes posibilidades.
Algunos de los científicos que trabajan en estos campos prefieren decir (quizá para atraer más atención o más financiación) que en lugar de estar trabajando en biología sintética lo que hacen es sintetizar vida o (llevando más allá la supuesta plasticidad del lenguaje y tal vez buscando otras connotaciones) crear vida. Y dado que trabajan en laboratorios dicha vida es, lógicamente, artificial. Como hemos comentado, este es también el caso de algunos de quienes exploran otras variantes de la biología sintética: el ensamblaje de genomas o la síntesis nucleótidos alternativos para el ADN. Evidentemente, cada investigador puede defender el grado de artificialidad de su sistema de trabajo con respecto a los organismos naturales, algo que podría llevarnos a una larga discusión a medio camino entre la ciencia, la historia (desde la revolución neolítica hasta hoy) y la filosofía. En cualquier caso, actualmente muchos de los avances en cualquier ámbito de la biología sintética son interpretados como lo que no son, y al ser amplificados por los medios producen el efecto contrario al deseado: el miedo de la población a un nuevo Frankenstein salido de los laboratorios, como ya ocurrió tras el primer experimento de química prebiótica de Stanley L. Miller y en otros avances de la biología molecular y la ingeniería genética desde la década de 1970.
Pero todo ha de ser puesto en contexto. La auténtica creación de vida artificial (si alguna vez llega a lograrse) consistiría en ser capaces de construir una entidad auto-replicativa y metabólicamente viable dotada de un genoma (de ADN o de ARN) cuya secuencia fuera totalmente nueva. O, mejor aún, que albergara su información heredable no en un ácido nucleico natural sino en otra entidad molecular diferente (por ejemplo, alguno de los polímeros artificiales análogos a los ácidos nucleicos que ya se han sintetizado in vitro). Si alguien logra esto alguna vez, probablemente lo hará empleando una aproximación no “de arriba hacia abajo” o top-down como las comentadas aquí (que parten de la información biológica contenida en los organismos actuales) sino imaginando una estrategia bottom-up que busque construir un sistema vivo a partir de sus componentes moleculares por separado. Sólo eso permitiría pasar de lo no vivo a lo vivo.
En este sentido resulta relevante la aproximación que desde hace más de una década está llevando a cabo Jack W. Szostak en la Universidad de Harvard con protocélulas artificiales. En ellas combina dinámicas auto-replicativas de polímeros genéticos naturales o artificiales con procesos de auto-ensamblaje, crecimiento y división de las vesículas que los contienen. Precisamente aprovechar la capacidad natural de las moléculas para ensamblarse entre sí es una de las estrategias bottom-up más útiles cuando se pretende fabricar vida en el laboratorio. Quizá su grupo, u otros que están trabajando en líneas similares, nos sorprenda en el (todavía lejano) futuro con la noticia de que un proceso artificial ha logrado recrear esa transición clave producida hace algo más de 3.500 millones de años: el origen de la vida.
Dentro de este planteamiento de construcción ascendente que lleve de la química a la biología algunos autores han propuesto que, gracias a los avances de la nanotecnología para manipular moléculas individuales, llegará a ser posible ensamblar un ser vivo pieza a pieza a partir de sus constituyentes fundamentales. Sin embargo, a pesar de que la bionanotecnología ofrece un futuro lleno de posibilidades, el ensamblaje de un ser vivo como si se tratara de un puzzle resulta imposible debido a las limitaciones tecnológicas intrínsecas al proceso y a la extraordinaria complejidad molecular que poseen incluso bacterias tan aparentemente sencillas como las que hemos comentado anteriormente.
En particular, cada vez se sabe más sobre los componentes moleculares de las células de forma aislada (por ejemplo cómo es y cómo funciona una enzima, una proteína transmembrana, un plásmido o un ribosoma), pero el comportamiento conjunto de cualquier sistema vivo, con los millones de interacciones que se establecen y se rompen en cada fracción de segundo, es todavía un gran desconocido para la ciencia. Y es precisamente esa interdependencia mutua entre las partes del sistema lo que define a los seres vivos, que además van sintetizando y degradando constantemente sus componentes (con la excepción de su genoma) dentro del equilibrio cinético en el que viven. La biología y la química de sistemas investigan sobre ello pero, por el momento, aunque dispusiéramos de una cantidad ilimitada de tiempo, bio(nano)tecnólogos y dinero para manipular todas las moléculas que forman parte de un ser vivo, no sabríamos cómo construirlo. Y lógicamente tampoco podríamos ensamblar ningún ser vivo nuevo: necesitamos la foto para saber a qué debería parecerse el puzzle una vez terminado.
De hecho, quizá sea necesario encontrar otro ejemplo de vida fuera de la Tierra (y que además haya tenido un origen diferente del nuestro) para poder imaginarnos químicas diferentes y suficientemente complejas capaces de originar sistemas vivos alternativos. Porque recordemos que en nuestro planeta todas las formas de vida que habitan en todos los lugares conocidos (desde nuestro entorno hasta los ambientes más extremos) resultan idénticas desde el punto de vista químico, básicamente iguales en su la bioquímica, y son el fruto de la evolución del genoma que poseía LUCA, nuestro antepasado común. Ninguna especie escapa de esta uniformidad en la vida que conocemos, y evidentemente ni siquiera la supuesta “vida basada en arsénico” era tal. Los seres vivos que habitamos en este punto azul pálido, aunque parezcamos tan diferentes como Deinococcus radiodurans, una ameba o un bonobo… no somos sino variaciones de un mismo tema. Entre nosotros hay pocas pistas para imaginar las características que podría tener una química auto-replicativa diferente cuya viabilidad decidiéramos probar. De hecho, aunque no vamos a profundizar sobre ello en este artículo, las consideraciones éticas y ecológicas deberían tenerse muy en cuenta si la creación de algún tipo de vida artificial en el laboratorio fuera posible.
Por tanto, a pesar de que las ciencias adelantan que es una barbaridad… hemos de ser cautos ante los continuos “pasos de gigante” que se publiquen en este campo y además así evitaremos alarmismos: hasta ahora ni se ha creado vida, ni es artificial. Eso sí, merece la pena recorrer el largo y fascinante camino que tenemos ante nosotros. Entre otras cosas porque, en la línea de lo que sobre la inteligencia artificial ha dicho Douglas Hofstadter, quizá sea persiguiendo la vida artificial como descubramos las claves del funcionamiento de la vida.
Carlos Briones es investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en el Centro de Astrobiología (CAB), centro mixto del CSIC y del Instituto Nacional de Tecnología Aeroespacial (INTA), asociado al NASA Astrobiology Institute (NAI).
Doctor en Ciencias Químicas (esp. Bioquímica y Biología Molecular) por la Universidad Autónoma de Madrid. Es Científico Titular del CSIC en el Dpto. de Evolución Molecular del Centro de Astrobiología (CSIC-INTA, asociado al NASA Astrobiology Institute), donde dirige un grupo que trabaja en los campos del origen de la vida, los virus con genoma de RNA y la bionanotecnología. Cuando su investigación le deja tiempo se entrega con pasión a la divulgación científica. Y desde que tiene (o no) uso de razón escribe poesía y relatos. Resultado: curiosidad por casi todo, muchos libros leídos, algunos escritos… y confianza en que la Tercera Cultura puede mejorar el mundo.