El ferrocarril atmosférico: historia de un fracaso (1)

Por Iván Rivera, el 20 abril, 2021. Categoría(s): Divulgación • Historia • Ingeniería • Tecnología
Planos del ferrocarril atmosférico de los hermanos Samuda.

En la Inglaterra de Jorge III, «el rey loco», un ingeniero e inventor llamado George Medhurst registró una primera patente en la que concebía el uso de bombas de vacío en un tubo para mover un vehículo. ¿Un hyperloop steampunk? Si estáis al día de los avances en el sector del transporte, podría disculparos por pensarlo. Los apologistas del invento de Elon Musk gustan de sacar a la palestra antecedentes más o menos remotos (como el vactrain o tren al vacío de Robert Goddard, pionero de la cohetería estadounidense) para revestirse de cierto pedigrí intelectual, de modo que ¿por qué no? Los orígenes perdidos nos fascinan.

Sin embargo, no es el caso. Medhurst sentó las bases de una bestia diferente, el ferrocarril atmosférico, que nació y murió en el siglo XIX… Con alguna pequeña excepción. Pero ¿en qué consistía este medio de transporte que quiso revolucionarlo todo a mediados del siglo del vapor? ¿Y por qué fracasó? Acompañadme en esta interesante historia.

Los comienzos

Medhurst fue un adelantado a su tiempo. Su primera patente data de 1799, en la que habla de un «motor Eólico» (Aeolian engine). El nombre, hoy, nos choca; la palabra «eólico, a» está casi totalmente confinada al ámbito de la generación de energía por el viento. En el final del siglo XVIII y comienzos del XIX, sin embargo, no era tan raro calificar de «eólica» a cualquier tecnología que, hoy, llamaríamos «neumática» —si bien ya entonces se solía preferir esta palabra—. Los motores «eólicos» de Medhurst siguieron desarrollándose, al menos sobre el papel, en sus escritos y patentes publicados desde el comienzo del siglo XIX hasta su muerte, en 1827. Medhurst planteó dos variantes para su tecnología: trenes completos dentro de tubos con un diámetro de treinta pies (algo más de nueve metros) y tubos más pequeños con un pistón que empujaría un tren más convencional, ubicado fuera del tubo.

La idea era simple: una máquina de vapor bombearía aire, extrayéndolo de un tubo. Dentro de él, un tren, haciendo de pistón, bloquearía el paso entre dos zonas: una a presión atmosférica normal, y otra a menor presión. El aire a mayor presión empujaría el tren hacia la zona parcialmente evacuada igual que el líquido sube por una pajita al sorber. Cuando el tren rebasara la válvula por la que la máquina extractora estuviera conectada al tubo, esta se detendría y se abriría la válvula al aire exterior; una máquina situada más adelante en el camino arrancaría y tomaría su lugar para mantener la diferencia de presiones y, por tanto, el movimiento del vehículo.

Medhurst se dio cuenta de que evacuar, siquiera parcialmente, el aire de un tubo de treinta pies de diámetro podría ser una propuesta difícil de aceptar para las limitadas máquinas de vapor de la época, así que concibió también la posibilidad de mover el tren con un tubo mucho más estrecho, situado entre sus raíles. Por él se desplazaría, del mismo modo, un pistón. Este pistón tendría que estar conectado al tren de algún modo. El mecanismo que propuso Medhurst fue engañosamente simple: un vástago conectaría el pistón al tren. Naturalmente, el tubo debería tener una ranura longitudinal, normalmente cerrada para mantener la diferencia de presión con el aire de fuera, pero que tendría que abrirse y volver a cerrarse al paso del vehículo.

El ferrocarril atmosférico estaba a punto de nacer. Curiosamente, casi a la vez que el ferrocarril sin más apellidos, al menos tal y como lo conocemos.

El tren

Rampa en el extremo occidental del Diolkos. (Imagen CC-BY-SA Heinz Schmitz).
Rampa en el extremo occidental del Diolkos. (Imagen CC-BY-SA Heinz Schmitz).

Es conocida la historia de cómo el ferrocarril, al principio, no fue ferro y tan solo era carril. Hay documentados desde el siglo XVI sistemas de vagonetas traccionadas por animales o personas, de forma directa o indirecta (tirando de cuerdas mediante poleas). Sin embargo, el concepto del transporte guiado es mucho más antiguo. El Δίολκος (Diolkos) de Corinto era un camino hecho con piedra caliza y con ranuras marcadas para el paso de plataformas que transportaban nada menos que barcos por el istmo de Corinto, los seis kilómetros de tierra que unen el Peloponeso con el resto de Grecia.

Se cree que el Diolkos empezó a funcionar a finales del siglo VII o principios del VI antes de nuestra era. Lo hizo durante más de seiscientos años, al menos hasta el siglo I de la era común. En el año 67 el emperador Nerón ordenó comenzar las obras de una primera versión del canal actual para sustituir al Diolkos. Las obras, sin embargo, fueron canceladas apenas un año después por su sucesor —Galba— debido a su coste astronómico.

Para usar la infraestructura, los barcos se arrastraban a tierra por rampas y se cargaban en plataformas para trasladarlos entre el mar Jónico y el Egeo evitando la circunnavegación del Peloponeso, bastante peligrosa para los estándares de la época. Aristófanes usaba la frase «rápido como un corintio» en sus obras teatrales; se ha calculado que los barcos podían hacer la travesía en tres horas con menos de ciento cincuenta personas tirando de cuerdas, en el caso de los trirremes más grandes.

Lo que entendemos hoy como ferrocarril es, naturalmente, una invención del siglo XIX. Tenemos claro cómo era: una máquina de vapor con ruedas tirando de vagones. La imagen arquetípica es la de la locomotora Rocket de George Stephenson. Pero eso ocurrió en 1829. Antes, otros pioneros habían intentado adaptar la máquina de vapor de James Watt a una plataforma móvil, pero la adherencia entre rueda y carril fue al principio un problema muy serio, así como soportar el peso de una máquina así sobre raíles, sin que estos se rompieran, se hundieran o se desplazaran.

¿Por qué tenía sentido?

El tren en la década de los treinta del siglo XIX era un sistema en plena eclosión. Las carreteras de la época no estaban preparadas para soportar un comercio masivo, y crear nuevos caminos de hierro apareció como una opción muy atractiva para absorber la cada vez mayor demanda de transporte de mercancías hacia y desde los centros fabriles, así como de viajeros entre las ciudades. Sin embargo, la tecnología todavía estaba por afinar. Los costes constructivos de las nuevas líneas dominaban sobre los de operación, y por tanto los inversores buscaban maneras de ahorrar en lo posible. Las primeras locomotoras tenían una relación peso-potencia pobre y necesitaban rutas lo más rectas posible para aprovechar sus capacidades al máximo. Así, cualquier solución que permitiera aligerar los trenes o trazar rutas más sencillas de construir —rodeando obstáculos— podría ser interesante.

El ferrocarril atmosférico usaba unos vehículos mucho más ligeros que el convencional, ya que no debía transportar a bordo ningún motor. Esto permitía, teóricamente, alcanzar velocidades en el entorno de los 100 km/h, de forma relativamente silenciosa y sin humos. También se podían superar pendientes más inclinadas que las que podía remontar un ferrocarril convencional de la época, o tomar curvas muy cerradas.

Otro problema del tren de entonces era la propensión a los descarrilamientos, que terminó resolviéndose con mejoras en el diseño de las ruedas y los raíles. En este aspecto, el tren atmosférico ofrecía también algo a este respecto: la conexión de los vehículos al pistón dentro del tubo era un elemento de seguridad para mantenerlos sobre los raíles. Además, debido a las peculiaridades del sistema de tracción, era imposible que dos trenes se movieran a la vez en sentidos opuestos; por tanto, las colisiones no podían darse. En un mundo en el que todavía estaban por desarrollar sistemas modernos de señalización y enclavamientos, esto era muy atractivo.

Pero esto era la teoría. ¿Qué sucedería en la práctica? Lo veremos en la siguiente entrada de esta serie.



Por Iván Rivera, publicado el 20 abril, 2021
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